La imagen del ovillo como germen fundamental anuncia ya el origen de cualquier desarrollo posterior, preludia el comienzo de toda vida. Recogido en sí, despierta nuestro deseo y nos invita a dar el primer paso. Señales del cuerpo, deseos, emociones, pensamientos, se ofrecen a la mirada interior formando una unidad inextricable, la unidad del yo, que se expone y manifiesta externamente. Así es como de hilos y nudos vamos, contra la intuición, del adentro al afuera.
Buscamos, palpamos, tanteamos en la penumbra de nuestra materialidad, paseamos del signo de vida oculto en nosotros a su expresión y afloramiento como signo visible. Nuestro límite expresivo es pues, una salida a superficie: el rostro, que lleva tras de sí la mayor de las oscuridades, no tanto el silencio cuanto lo no dicho. Cada gesto acusa algo, una parte mínima reveladora de nuestro modo de enfrentarnos al mundo. Uno a uno, minúsculos acontecimientos nos hieren y apuntalan como alfileres en el infinito goteo de instantes del ahora. Y donde hay dolor, hay tiempo que pasa, identidad que se forja.
Así como el umbral nos advierte de la puerta, el autorretrato es, finalmente, salida y solución, el desanudarse de todo conflicto, un desvelamiento del enigma del ovillo, el enigma de todo principio. La dinámica del deseo es circular y coagulante. El comienzo y el fin se necesitan y confunden, y ese juego es para siempre.
Entre la razón y la piel, una instalación efímera, de estructura delicada y sutil, es una metáfora inmediata en el doble sentido de traslación o transporte, y de remisión a otra realidad: la construcción existencial del ser humano en su modo de estar en el mundo, de conocerse y expresarse a sí mismo, así como de establecer relaciones comunicativas con los otros.
Texto de Alba Martín
martes, 22 de junio de 2010
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